Ya nos hemos acostumbrado a que, con cierta frecuencia, los principales medios de comunicación nos suministren la existencia de algún nuevo escándalo en el que se destaca la participación de algún gigante tecnológico. Las revelaciones de Edward Snowden, que entre 2013 y 2015 destaparon la colaboración de diversas empresas del ámbito de las telecomunicaciones con los servicios de inteligencia de Alemania, Australia, Canadá, EEUU, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos y Suecia es, quizás, el ejemplo más prominente a este respecto. Dentro de esta liga también se destaca el idilio de Facebook, Cambridge Analytica y el equipo de campaña de Donald Trump, o los devaneos de Google con el gobierno de una República Popular China afanosa por aumentar el alcance de su andamiaje de censura colectiva. Sin duda, un repertorio atractivo de escándalos en el que se observa una constante: la colaboración de los principales agentes de la industria con élites políticas tradicionales. Un conjunto de ejercicios reprobables de los que, en mayor o menor medida, todos nos hemos hecho partícipes. La atención recabada se extrae de lo doloso de un ataque deliberado a nuestras libertades civiles, la integridad de los procesos democráticos de los que nos hemos dotado, o el derecho a una información veraz.
Va de suyo que no todos los sucesos reprobables pueden alcanzar el estatus de escándalo. Para que se incurra en el mismo tiene que converger una respuesta pública – más o menos generalizada – que señale que un hecho es, por su misma constitución, contrario a la moral o a las convenciones sociales. La clave, según observo, se encuentra precisamente ahí: en el elástico de los principios que vertebran al grupo. En el cuerpo de límites discretos que solo se hacen visibles cuando existe una vulneración. No todo puede ser un escándalo.
Un hecho que ha suscitado cierta atención pública – pero que en ningún caso ha alcanzado este glorioso estatus, reservado para unos pocos – es el que ha enfrentado por el control del nuevo dominio (gTLD) .amazon al gigante del comercio electrónico con los estados que forman la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCO). Los hechos se remontan a junio de 2011. Por aquel entonces, la ICANN inició un proceso de expansión de los dominios de nivel superior genéricos contemplados por la organización. El objetivo de esta iniciativa era incorporar a los ya clásicos – .com, .org, .net o .edu – una pléyade de nuevas denominaciones, establecidas a solicitud de las partes interesadas. Bajo esta situación, se abría la posibilidad de hacerse con el control de dominios atractivos, tales como .app, .search, .book, .free o .game. Las posibilidades eran, a este respecto, prácticamente ilimitadas. Ningún actor debía desechar la oportunidad. A la carrera, gigantes como Amazon, Google o – la muy sombría – Donuts se lanzaron a solicitar el registro de todos aquellos dominios que, entendían, se vinculaban con su marca comercial o con denominaciones más o menos genéricas, susceptibles de entroncar con alguna de sus ramas de negocio. Parece conveniente apuntar aquí que por la solicitud de registro de cada dominio individual los interesados debían aportar un montante de 185.000$, destinados a sufragar los costes de tramitación por parte de la ICANN. Ni que decir tiene que esta cuantía resultó – y resulta – irrisoria para los principales agentes de la industria. En una sola operación, consistente en la solicitud de registro de 76 nuevos gTLD entre los que se encontraba el dominio .amazon, la empresa de Jeff Bezos se dejó la friolera de 14 millones de dólares.
Y aquí empieza el drama. En el reglamento presentado por la ICANN para el registro de nuevos gTLD se contempla que, en aquellos casos en los que el nombre de un dominio coincida con una denominación geográfica, se debe contar con la autorización – o ausencia de oposición – de las autoridades estatales bajo cuya jurisdicción se encuentra el accidente, región o población al que hace referencia. Cuesta creer que los encargados de tramitar la solicitud de registro del dominio .amazon ignoraran este extremo. Pero el hecho es que, de facto, lo ignoraron. En consecuencia, los representantes de Brasil y Perú en el GAC – el órgano consultivo encargado de transmitir a la ICANN la posición de los Estados sobre distintas cuestiones – elevaron una queja formal. En la misma se contemplaba que la actuación del gigante del comercio electrónico contravenía el procedimiento aprobado por la ICANN y que, todo lo más, ello suponía una vulneración flagrante de sus derechos soberanos. El proceso comenzaba a enquistarse. Ante el pronunciamiento de Brasil y Perú, amparado por el pleno del GAC, la ICANN decidió parar en seco la adjudicación del dominio. Amazon – la empresa – respondió a este envite convocando, a mediados de 2017, un panel de revisión independiente. Dicho panel sentenció, en contra del argumentario esgrimido por el GAC, que la ICANN había obrado mal al frenar el procedimiento y que, en consecuencia, debía evaluar nuevamente la solicitud de registro. La ICANN obedeció. Los ánimos estaban bastante caldeados. En contra de la posición de Amazon ya no solo se encontraban Brasil y Perú, sino todos los países que integran la OTCO. Con gesto magnánimo, la empresa de Bezos ofreció una última tentativa de acuerdo: si los países de la OTCO aceptaban el registro del dominio en liza a nombre de la compañía, ellos se comprometían a apoyar el registro, bajo titularidad de la organización y/o sus Estados miembro, de los gTLD .amazonas, .amazonia, .amazonica (etc.). Es decir, cualquier alternativa al dominio en disputa. Cualquiera. A nadie sorprenderá que la OTCO, un orgulloso vástago del modelo de colaboración entre entes soberanos, decidiese declinar la propuesta. Desde aquí, los acontecimientos se precipitan y, en mayo de este mismo año, la ICANN resuelve adjudicar el dominio a Amazon. La OTCO cae derrotada.
Entiendo que a muchos esta historia puede haberles parecido anodina. Quizás lo sea menos si se toma en consideración que, en paralelo a esta disputa, se abría otra de condición ciertamente semejante. Es el caso que enfrentó a Patagonia, la marca de ropa de montaña, con los gobiernos de Chile y Argentina. Los primeros pasos son calcados. Con la apertura del nuevo programa de gTLD la marca de ropa Patagonia decide solicitar el registro del dominio .patagonia, aportando a la ICANN los 185.000$ correspondientes. En el contexto del GAC, el gobierno argentino eleva una queja formal de la que se hacen eco las autoridades chilenas. La protesta es secundada por buena parte de los estados integrantes del GAC y, en consecuencia, la ICANN opta por paralizar el proceso de adjudicación. Aquí comienzan las diferencias. Tras este varapalo, Patagonia (Inc.) decide retirar su solicitud de registro. No se convoca ningún panel de revisión independiente. Nadie alza la voz en contra de la sentencia de la ICANN.
De la comparación de estos dos sucesos se pueden extraer algunas conclusiones de interés. En primer lugar, que la ICANN, un organismo que formalmente se presenta como corporación «sin ánimo de lucro», demuestra una indudable sed de rentabilidad. No voy a ser el primero en hacer notar que, en términos generales, el programa de expansión de los gTLD es una burda estrategia de captación de activos. Pero, bien vale señalar, esto no es lo más sangrante. La cuestión que, entiendo, debe centrar toda nuestra atención es que la ICANN actúa como juez y parte en los procesos de adjudicación de los nuevos gTLD. Por un lado, cobra a los interesados una tasa de 185.000$ por el simple hecho de solicitar el registro, para luego pasar a estudiar los pormenores del caso y determinar si la situación se ajusta a (su) derecho. El pago de la tasa se realiza a fondo perdido. Si la ICANN resuelve favorablemente la adjudicación, bien. Si la resolución es negativa, a los interesados solo les queda perseverar en un camino de obstáculos costoso y duradero. En último término, prevalece quien cuenta con el tiempo y patrimonio suficiente para litigar en paneles de revisión independiente de los que, posiblemente, salir con una resolución favorable. La primera enseñanza que se desprende de la comparación de los casos de Amazon y Patagonia es que, en efecto, en el proceso de adjudicación de los gTLD importa cuánto dinero estés dispuesto a dejarte. Pero no solo en «costas procesales». A la ICANN le importa cuánto vas a desembolsar, tanto ahora como en adelante. Ni que decir tiene que la solicitud de registro de un solo dominio por parte de la marca de ropa palidece ante la setentena propuesta por Amazon. Frente a 185.000$ depositados a nombre de Patagonia (Inc.), 14 millones de parte del gigante del retailing. La ICANN sueña con los millones que la firma de Jeff Bezos depositará en el futuro.
A diferencia de los casos señalados al comienzo de este escrito, en esta historia no colaboran grandes agentes de la industria con élites políticas tradicionales. Todo lo más, se oponen. Frente a la vieja guardia del poder estatal, las nuevas luces de la corporación privada. Para todo lo relativo a la gobernanza del sistema de dominios los Estados no son más que una rémora a la que de vez en cuando hay que contentar. Un gesto complaciente, como el que se observa en el caso de Patagonia, da para cubrir el saldo ético de dos o tres Amazons. Ahora, ¿nos escandalizamos?